Yo me la imagino siempre pintando, con la mente llena de colores, a Carmen García Gordillo. Pinta, sobre todo, mujeres, pero de esas que habitan entre los arbustos marcianos o que tienen a la Luna enredada en el moño, o sea, mujeres del otro lado de la razón kantiana. Mujeres selváticas, mujeres alquímicas, mujeres llenas de lunares limoneros. En mi dormitorio cuelgan un par de cuadros suyos. El que más me gusta carece de mujeres. Un hombre sin rostro cabalga sobre un cocodrilo, y en el fondo crecen árboles blancos. Como no soy ningún crítico de arte, puedo decir lo que quiera. Y lo que quiero decir es que la obra de Carmen es enorme, que a nadie deja indiferente, que es, aventuro, como un reflejo meta-irrealista de la condición humana. Bueno, de las mujeres, especialmente. Claro, es que las mujeres son un misterio tremendo, intuyo, no lo puedo asegurar, pero así me lo parece, por esa vinculación secreta que tienen con la naturaleza, ¿no? Entonces, la pintura de Carmen es como algo metafísico, o, mejor dicho, como una expresión purpúrea del mundo imaginal (el alam al-mital del shiísmo, o el «octavo clima»). Esto seguro que nadie lo entiende, pero no importa. Tampoco importa que se entienda mucho qué quiere decir Carmen con esas señoras de cuya frente brotan remolinos verdes. Yo nunca se lo he preguntado. O de esas otras, rodeadas de pájaros, y de espejos, y de flores azules. Ni idea. Ya lo dije antes, lo de las mujeres es algo complicadísimo. Mirad, además de pintar como una genia fuera de su lámpara, Carmen es una activista social imprescindible, una señora encantadora, una mujer comprometida con la justicia. Yo me siento muy orgulloso de que algunas de sus últimas creaciones estén colgadas en las paredes del Refugio. Por lo menos hasta que se acabe el verano. Porque la verdad es que, con este calor, no apetece hacer nada. Bueno, sí, venir a cenar aquí y, de paso, flipar con los cuadros de Carmen.